Es indudable que los hermanos Gershwin y Joan Verdú descubrieron, en algún momento, que tras el bolero, el tango y el fandango, bailados por mujeres de pecho muy generoso y por hombres de bigote sacrílego, se encontraba el cactus vigilante, refugio habitual de una calavera de azúcar que, unas veces, se ponía al servicio de los petróleos Texaco y, otras, al de la consulta de un, no menos inquietante, psicoanalista argentino.